Ya casi soy experta en cambiar vuelos, en
correr a la puerta, en seleccionar con frustración inmensa que
objetos entrañables encierran mi equipaje. Y el día de hoy que ya
es de noche y las ultimas dos noches que fueron días de huelga y de
baños de espuma, me dejan la resaca sin esfuerzo del sábado que
comienza tarde, a la hora absurda del hambre y de la tele.
Mi
casa estaba tibia, cómplice, oscura y de brazos extendidos, y yo mas con ingratitud que agotamiento me olvide de mi otra casa, la
del limonero y la hamaca, del sol en las ventanas y la chimenea de
barro, la que debiera ser mi casa si me quedara corazón. El corazón
que tal vez me dejé en una de las tantas colas que hice estos dos
días, en los libros que olvidé, en la cara de asombro de mi padre,
el abrigo blanco que no me cupo en la maleta o en alguno de los
muchos cócteles de mezcal.
En cambio me metí en la cama doce horas, sin pensar en nada de aquello, sin culpa y casi dichosa de estar por fin de vuelta.
En cambio me metí en la cama doce horas, sin pensar en nada de aquello, sin culpa y casi dichosa de estar por fin de vuelta.
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