no es el pan que no alcanza, ni los higos. No es el agua que apenas
nos bebemos, ni las ganas de hablar y consumirse. No es la estufa de
gas haciendo escarcha, no es el café aliñado con vinagre. Ni la
edad de saberse encallecido, poderoso y amigo de prisiones.
No es esta habitación sin alacranes
con su pared blanquísima y sus piedras.
Algunas tardes, tengo luz en el pecho y
una gota de sangre resbala por mi oreja. No sé de suertes o de
evangelios, pero la pereza me rescata y se mete bien dentro, ya sea
en un ojo o en el aire. Funciona como llave, como herramienta de
plata, como acierto. Es una apatía roja y vencedora, una humedad metralla y agobiante.
Quien
lo diría, al final es la pereza lo que me obliga, me levanta y me
enfrenta al espejo.
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